Recordad, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no serle gravoso a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios también, de lo leal, recto e irreprochable que fue nuestro proceder con vosotros, los creyentes; sabéis perfectamente que tratamos con cada uno de vosotros personalmente, como un padre con sus hijos, animándoos con tono suave y enérgico a vivir como se merece Dios, que os ha llamado a su reino y gloria. Esa es la razón por la que no cesarnos de dar gracias a Dios, porque al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra de hombre, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes.
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Que no se canse el testigo
de mostrar lo que ha aprendido.
Que no silencien su canto,
que no le venza el hastío
ni le derribe el hartazgo.
A menudo sus palabras
dejarán un poso extraño.
Muchos mostrarán rechazo
cuando apunte, con su vida,
hacia un Dios crucificado.
Que no se rinda el apóstol
por más que tantos elijan
hacer burla de su llanto;
que siga haciendo memoria
por los que ya han olvidado.
(José María Rodríguez Olaizola)